La civilización de la montaña.

Había una vez una civilización muy antigua, situada en las faldas de una montaña, rodeada por un río que servía como frontera frente a los pueblos vecinos, durante años combatieron con los pueblos bárbaros enemigos para mantener su territorio, dicha civilización se caracterizaba por un profundo respeto hacia sus creencias y costumbres así como una rígida observancia y aplicación de sus leyes, esta disciplina les trajo el progreso, la unión y la paz, se volvieron una sociedad llena de arte y de ciencia, y por mucho tiempo no vieron guerra en su territorio, tanto, que se olvidaron de cómo pelear.



En las faldas de la montaña se desarrollaba la vida de la gente común, el comercio, la agricultura, la ganadería, etc., cercano a la cima de la montaña, donde decían residían sus dioses, construyeron un templo, en donde los sacerdotes instruían a los jóvenes en el arte, la ciencia y la política y las mujeres por separado, eran instruidas en los aspectos religiosos y aquellas que juraban guardarse y consagrarse para el cuidado del templo permanecían apartadas, sólo bajaban durante las cosechas para llevar a cabo rituales en los que agradecían a sus dioses por los frutos recibidos. Durante muchos años vivieron en calma y en pleno desarrollo, hasta que llegó a esas tierras un grupo de hombres bárbaros cuya finalidad era destruir y saquear toda civilización que encontraran a su paso, hombres rudos, despiadados y bien instruidos en el arte de la guerra. El progreso de la civilización de la montaña se vio amenazada ante este grupo, ya que ellos no recordaban cómo defenderse, mucho menos cómo enfrentar a un grupo de guerreros tan adiestrados. Los bárbaros llegaron a la ciudad y la saquearon. Prometieron regresar en la temporada de cosechas. Y la gente temía, escondidos en sus casas pedían a sus dioses que los protegieran.



Por esos días llegó a esta tierra un guerrero de elite de un lejano reino, que había sido premiado con su libertad por su rey en reconocimiento a su lealtad. Los sacerdotes de la montaña. Ante la necesidad de tener una defensa ante la nueva amenaza decidieron darle alojamiento y contratarlo como instructor para una nueva disciplina en sus templos, el arte de la guerra. Así, el guerrero empezó a enseñar a los hombres de aquel lugar cómo defenderse y estar preparados ante una posible invasión de los bárbaros.



Este guerrero tenía por costumbre usar una máscara, una gran espada y una armadura en la batalla, tal era su fama que muchos enemigos al ver y reconocer la máscara huían a sabiendas que enfrentaban un guerrero imbatible. Tal es el caso que cuando los bárbaros regresaron a intentar saquear de nuevo la ciudad vieron a este guerrero y decidieron emprender la retirada, temerosos, desistieron de su ataque. Los sacerdotes agradecidos ofrecieron tres días de festejo en la ciudad para honrar a su defensor, el mal se había ido, los bárbaros no regresarían mientras el guerrero fuera defensor de su reino, los dioses de la montaña habían escuchado las súplicas de la gente, el guerrero fue nombrado general de los ejércitos de la civilización de la montaña.



Sin embargo, ocurrió que durante los festejos de las cosechas, bajaron las sacerdotisas del templo. El guerrero, como invitado de honor de los festejos, estaba presente y conoció a una de las sacerdotisas. El amor los llevó a verse a escondidas durante un tiempo, debido a que ella era una sacerdotisa que había prometido consagrar su vida al culto religioso y por otro lado, el guerrero era un extranjero a quien las leyes de la ciudad le prohibían desposar a una nativa de la civilización de la montaña por lo que sólo de manera oculta podían estar juntos.



Alguien los acusó, su secreto había sido descubierto, enfrentarían un juicio ante los sacerdotes del templo, el guerrero había traicionado la confianza y la fraternidad que se le había brindado, la sacerdotisa había faltado a su juramento sagrado, era un mal sin precedentes.



Las resultas del juicio fueron las siguientes:



En base a las leyes de la ciudad, la sacerdotisa debe ser condenada a muerte en la horca ante la población entera para que su castigo sirviera como ejemplo a toda la sociedad.



El guerrero, como extranjero que traicionó las costumbres sagradas, debía ser flagelado, expulsado y privado de todos sus bienes prohibiéndosele el acceso a la ciudad.



La joven murió en la horca ante la gente, entre muchas protestas, entre polémica, unos defendían la necesidad de aplicar las leyes de manera rígida, pues ello le había dado prosperidad a la ciudad, otros señalaban la necesidad de cambiar y flexibilizar sus normas.



El guerrero fue flagelado hasta la inconsciencia y llevado fuera del reino, expulsado y repudiado por los sacerdotes del templo, privado de sus bienes, sólo le fueron devueltos su espada, su máscara y su armadura que fueron los únicos bienes que llevaba cuando llegó a la civilización de la montaña.



El suceso desencadenó sentimientos encontrados entre la población, por un lado, se había hecho justicia, se había castigado la traición, por otra parte, se había condenado un sentimiento puro, más allá de las leyes y las fórmulas sacramentales y por si fuera poco, los ejércitos de la ciudad ya no tenían general, la falta de liderazgo podía ser fatal para la seguridad del reino.



Luego de unos días, el guerrero sanó, volvió a ponerse la máscara y la armadura, volvió a empuñar la espada y durante la noche, ayudado por las sombras y el silencio, llegó hasta el templo, en donde cobró venganza por la muerte de la joven y asesinó a cada uno de los sacerdotes y luego de destruir sus ídolos prendió fuego en el templo, que se vio reducido a cenizas. Nada volvió a saberse del guerrero, la ciudad cayó en el caos, sin orden ni autoridad, la gente perdió el respeto por su civilización.



Finalmente, cuando los bárbaros supieron que la civilización de la montaña ya no contaba con la protección del general enmascarado decidieron invadirla, la saquearon, asesinaron a sus habitantes, destruyeron y quemaron cuanto existía en pie.



La civilización de la montaña se extinguió para siempre, sólo la montaña permaneció, como testigo mudo de los acontecimientos.